Natalya Critchley a la luz del Orinoco

Ricardo Bello, 1999

La identificación de la mujer con la naturaleza logra aflorar un probelma teórico importante, de acceptar el prejuicio, cómo explicamos el arte femenino, el arte realizado por mujeres de talento único y gran disciplina? Al contemplar los trabajos de Natalya Critchley, la interrogante cobra una nueva dimension. Ella, después de todo, vive en Guayana, en las cercanías del pedazo más grande de naturaleza virgen que le resta al planeta, y vive también anclada, situada, en el medio del fracaso más rotundo que ha intentado el venezolano por conquistar esa naturaleza y la material prima que en ella reposa. El trabajo de la Critchley explora las dos facetas de la nación. Por un lado, reconocemos las construcciones fantasmagóricas, los espejismos de un país que se cree industrializado: las ruinas económicas, la miseria fiscal provocada por haber pretendido alcanzar de manera muy poco inocente al postindustrialismo, sin superar el subdesarrollo. Al otro lado del espectro visual, la violencia, la brutalidad, la desnudez y el salvajismo de una tierra que todavía, afortunadamente, no ha sido descubierta. El punto de encuentro entre estas dos dimensiones del Sur provoca el estampido de la linea, el rasgo definitorio, varonil, el trazo de color sobre la nada vegetal; la presencia de una mujer que firma con su pisada la tierra, con la cual supuestamente se identifica. Al dejar testimonio del recorrido de su mirada, por nedio de líneas y dibujos, Critchley contradictoriamente assume una exploración asociada a los mitos masculinos. La selva está asociada a lo irracional, y buena parte de la cultura occidental nace en un intento por differenciarse de esa experiencia aterradora y brutal, presentada de manera elaborada por el arte no-occidental. La línea de Critchley funciona casi como un emblema, un escudo humano frente al amorfo y desdibujado caos de colores y masas líquidas que frecuenta Guayana. El drama de esa línea se resume en un acto: la naturaleza existió antes que nosotros, y la naturaleza, el planeta, el universo, permanecerán cuando nos hayamos ido. El esfuerzo industrial ha querido silenciar el poder de lo vegetal, y solo ha mostrado su impotencia, su desafuero, la actividad, hiperkinética sin relación alguna con el entorno inmediato o mundial, el titánico esfuerzo de un Estado condenado al fracaso, y sin embargo, hermoso, como esos viejos y temerarious soldados que iban a las guerras, persiguiendo incansables el ultimo grito, el instante de ferocidad y peligro antes de morir atravesados por una lanza enemiga. La sexualidad masculine también penetra y desaparece, al gestionar la línea, al lograrla, persigue su fin: desaparece en el holocausto de una naturaleza que no admite formas rectas; y si lo accepta es para ocultarla, para anularla. La estética industrial retira su pretension, su afean de conquista, pero seguimos identificándonos con ella, sabiendo que ella carga su propia muerte al hombro, que en su momento de Gloria encontrará el final. Los cuerpos opuestos del hombre y la mujer ejemplifican esa danza de volúmenes y siluetas que narran la historia misma del origen del arte. Se provoca la recta para interrumpirla, para tragarla en la forma redonda por excelencia: las caderas de la Venus de Willendorf, y más que sus caderas su vientre y sus tetas; hasta su cerebro reviste de tocados circulares de gran eficicacia capaces de aplacar cualquier intención de diseños arbitrariamente humanos. La línea tiende a desaparecer, seducida por la atracción de la grasa, de la gordura, hoy estéticamente improductiva.

“La belleza –escribe Camille Paglia- es nuestra arma contra la naturaleza”.         La estética busca detener el maelstrom frenético de lo vegetal, los ríos en ebullición, las montañas que ocultan silenciosas sus secretos y terminan violadas, extirpados sus órganos internos, abiertas de par en par en las mesas de los cirujanos de Sidor, estudiados en procedimientos cuidadosamente elaborados en salas de autopsia, aplanadas y destruidas. Y sobre ellas, sobre el cementerio de sus formas redondas, la passion del ingeniero, la cruz de las encrucijadas urbanas, los semáforos y los vehículos apacibles.

Las líneas de Critchley son engañosas. A primera vista, concuerda la organización de su diseño con la pasión por tapar el hueco de esa descomunal vagina natural llamada Amazonas. ¿La selva es el origen, no?, entonces es una vagina, el órgano sexual más grande del mundo. ¿Y quien más podia penetrarla, quién se atreve a responder, a filtrear con esa tierra, tan cercana al paganismo?: la línea, la síntesis perfecta de lo apolíneo, el inicio de toda forma, el desdoblamineto inicial que permitió el nacimiento del arte occidental al enfrentarse la conciencia a lo natural. La mujer siempre es virgen, y la naturaleza, por supuesto, también. La línea penetra y sedisuelve, pierde su poder, recupera su estado primigenio, su inicial flacidez, se dobla y cae, exhausta de tanto esfuerzo. Triunfa la vagina al cerrar sus puertas, nace el monte al irse el viajero, se clausura el convento. Pero la línea critchleana, permítaseme ese adjetivo, se contamina y pierde la esencia, el sentido de su existencia, la búsqueda de definiciones terminals, utopia de toda ciencia. La naturaleza acaba tomando posesión de la creatividad humana y arropa el esfuerzo del individuo con el manto vegetal, creando una simbiosis, una estructura nueva, a mitad de caminoentre la biología y la técnica: un cyborg, como en la película “Viaje a las Estrellas”, el instrumento contaminando la piel, tecnologías y tendone, formulas y pasiones, razón e intuición, conocimiento y deseo. Una oposición aparentemente resuelta en la colaboración entre dos organismos antagónicos. Al igual que en el film, sobretodo en “The First Contact”, triunfa el cuerpo y la imperfección de la piel sobre la tecnología alzada, rebelde, que clamó por independencia y terminó derrotada. La línea critchleana vuelve l monte, o permite que el bosque penetre y desdibuje el utilitarismo de tanto ingeniero pragmático.

El enfrentamiento plástico entre la línea y la ausencia de una figuración que aúpa el verde monstruoso de Guayana no se resuelve de forma violenta en los trabajos de Natalya Critchley. No encontramos la repugnancia por la línea que pudiera caracterizar una estética dionisíaca, asociada a la disolución de las formas. La diosa tierra accepta el culto a la razón que promueve esa línea cerebral, excesivamente humana de la humana de la artista, porque tiene consigo el clima de juego y la calidez infantile de una Mirada que solo sabe reconocer el mundo a partir de su belleza. Los paisajes industrials de Critchley, en vez de agotarnos mentalmente con el rigor de una conciencia ecológica atormentada, recuerdan los paisajes de Klee, cercanos a la vida inconsciente y la memoria del paraíso infantile. Ella assume la representación de su entorno geográfico a partir de una liviandad psíquica, de una tranquilidad, de una ausencia de violencia tolerada por la infinita paciencia de la tierra. Ella respeta el poder de las aguas amazónicas, al seducirlas estructuras industrials, las complicadas formas urbanas, y convencerlas para que muestrenel rostro que una vez tuvo el invasor al llegar a Guayana. Hay un optimismo extremo en su trabajo plástico. El horror de un futuro que adelantó sus pasos y surgió a nuestro encuentro, antes de alcanzar madurez como pueblo y comunidad, desaparece gracias a las líneas de color que sacuden vigas y galpones con juegos simbólicos y artificiales de luz y inocencia. Todavía nos queda un camino, existe una puerta abierta: el río permanence y contra él, argumenta Natalya, no pueden los camiones, los semáforos ni los diseños urbanos.

Pero el juego del horror es doble, el intercambio prosigue un rumbo bivocal, a dos voces, a cuatro manos. Está el horror de la naturaleza por el conquistador que derriba y destruye bosques para suplantarlos por ciudades de gran complejidad arquitectónica, sustituyendo estanques y lagunas por parques industriales; y está el horror del hombre por la excesiva deshumanización del entorno geográfico. La infinita grandeza de la selva amazónica nos recuerda demasiado a los orígenes de la humaidad. Un miedo atávico, un temor irracional, sin explicaciones posibles, puede atravesar el corazón del habitante de la ciudad; es el terror a lo desconocido, a la magnitud del entorno selvático. La línea cumple una función de índole social. Ella rescata a la sociedad, dirige el proceso de socialización reservado para escuelas y universidades, y permite sosiego mental al recordarnos la esencia de lo humano: el contacto entre la gente, la vida en común, la vision de una mirada inteligente que analiza y descubre su capacidad para gritar asombro, dolor o felicidad. La línea resume y condensa en su simplicidad la esencia de la política; ella es definición, toma de posesión, cartografía de conquistadores, fundación del mundo, reconocimiento y propiedad. Entonces, ¿quién enreda a quién?, ¿las lianas selváticas confunden al citadino o las calles aterrorizan a los caimans?, ¿cuál es el laberinto, y cuál la salida?. Deberíamos aventurar una tercera posibilidad: el cyborg. El lenguaje plástico es la nueva selva, la fresca identidad descubierta;una simbiosis entre arte y naturaleza, entre línea y hoja,entre el nervio óptico y la espuma de un río invincible y sagrado. El reconocimiento de los nuevos paisajes urbanos que practica Natalya Critchley a partir de la línea, crea el espacio que habitamos, reconcilia los extremos y anula la oposición milenaria que mantenía en ascuas a nuestra tranquilidad. El diálogo entre línea y paisaje que narra la artista propone un contexto donde podemos encontrar los temas fundamentals del inicio de la estética: moral o incoherencia, justicia o paganismo, equilibrio y cordura contra terribilitá animal, ciudad contra campo, civilización contra barbarie. Ellos son los capítulos de una ahistoria iniciada mucho tiempo atrás, que ha tenido repercussion importantísima en los grandes libros asociados al Amazonas. Critchley retorna esta tradición, y sus pinturas, sus dibujos deben leers a la luz de La Voragine y Canaima. José Eustoquio Rivera y Rómulo Gallegos están más cerca de esta exposición de lo que pudiera pensarse.